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Hay días en que uno quiere intentarlo, de verdad. Quieres levantarte, hacer lo correcto, seguir, luchar, joder… sobrevivir. Pero luego el mundo te escupe en la cara una vez más. Otra mentira. Otra traición. Otra puta decepción. Y el poco impulso que tenías se va a la mierda.
¿Para qué seguir remando si cada brazada solo te hunde más? ¿Para qué carajos seguir apostándole a una vida mejor si todo lo que vuelve es más vacío, más dolor, más nada? Intentarlo se vuelve una broma cruel. Un chiste de mal gusto que siempre termina con uno sintiéndose como un estorbo, como un error.
Y en medio de esa tormenta de pensamientos, aparece esa idea maldita…
¿No sería más fácil si simplemente no estuviera?
Si me apago, si dejo de fingir que puedo, que quiero, que vale la pena. Porque a veces da la sensación de que todo sería más sencillo…
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Hay noches en las que el cuerpo se rinde, pero la mente no cede. El sueño se convierte en una promesa rota, en un refugio que se niega a abrir sus puertas. Y uno queda ahí, tendido en la penumbra, con los ojos cerrados y el alma abierta de par en par, expuesta al vaivén cruel de los pensamientos.
¿Será el peso del día lo que no deja dormir? ¿O es más bien el peso de uno mismo? Las preocupaciones, el estrés, ese hábito malsano de pensarlo todo hasta el agotamiento… y aun así no encontrar sentido. Como si la calma fuera un idioma que se olvidó, o un lugar al que ya no se puede volver.
Dentro, un mar de emociones se desborda: ansiedad, culpa, miedo, rabia… cada una golpeando en distintas direcciones, haciéndote sentir pequeño, roto, insuficiente. Y en el fondo de ese ruido interno, una voz tenue…
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La felicidad es un espejismo que muchos persiguen como si fuera un destino fijo, una cima desde la cual todo duele menos. Pero, en realidad, ¿está la felicidad en las cosas, en los vínculos, en lo que poseemos? O acaso es apenas un destello, un parpadeo de luz en medio del desgaste cotidiano.
Nos han hecho creer que puede atraparse, que basta con tener suficiente, amar lo suficiente, ser suficiente. Pero hay momentos en que lo tenemos todo, y aún así nos sentimos vacíos. Como si la felicidad no viviera en el tener ni en el ser, sino en el azar: instantes breves, casi fantasmas, que pasan rozando el alma y luego se disuelven sin pedir permiso.
Quizás la verdad más cruda es que la felicidad no se alcanza, se sobrevive. Se la encuentra en los intersticios del caos, en la respiración que no duele, en el abrazo que no…
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Hay una soledad que duele más que el silencio: la que se siente en presencia de quienes creímos cercanos. Es un vacío que no proviene de la ausencia, sino de la indiferencia disfrazada de compañía. Porque no siempre quien está a nuestro lado está verdaderamente con nosotros. A veces, la distancia más cruel es la de quien dice estar y no lo demuestra, de quien escucha pero no atiende, de quien mira pero no ve.
Uno aprende, a veces con desinterés y otras con dolor, que no todo vínculo es refugio, ni toda presencia es abrigo. Y en ese aprendizaje, aunque duela, está la semilla de una libertad más honesta: la de elegir rodearse de quienes realmente sostienen, no de quienes solo ocupan espacio. Porque merecer compañía no es lo mismo que aceptar cualquiera.
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El olvido no llega a voluntad, ni con la prontitud que uno anhela. Hay memorias que se aferran como muebles antiguos en cuartos demasiado estrechos: no se pueden desechar del todo, pero sí reubicar. Moverlas apenas lo necesario para hacer espacio, para sentarse un momento y respirar. La paz no tiene el poder de borrar lo vivido, pero sí el de reorganizarlo; transforma el desorden del dolor en una forma menos asfixiante de existir. Y si en medio de ese acomodo logras abrir un rincón —por pequeño que sea— donde la serenidad tenga cabida, entonces ya has comenzado de nuevo. Porque sanar no siempre consiste en olvidar, sino en aprender a seguir caminando sin que cada paso duela igual.
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